Mi madre fue la primera víctima de mi rebeldía.
Durante mi adolescencia fui inquilino permanente de la dirección del colegio, y a mi madre le tocó soportar la eterna letanía de mis maestros: tiene potencial, pero no le da la gana seguir las instrucciones; debe mejorar su actitud.
Ya en la casa, ella, a punto de estallar en cólera, me decía: «¡Llevo años escuchando lo mismo! ¿Cuándo voy a escuchar algo diferente?».
—Cuando vayas a las reuniones de mi hermano. Él es el bueno —le respondía yo.
A pesar de mi forma de ser, ella nunca se dio por vencida.
Recuerdo la charla que tuvimos respecto a los celos y cómo ella me repetía hasta el cansancio que solo los hombres inseguros eran celosos. Parecía disco rayado diciéndolo una y otra vez, pero funcionó: el mensaje llegó y se grabó.
Menudo infierno del que me salvó.
Ella fue quien me abrazó cuando mi primera novia me mandó al carajo. Mientras lloraba desconsolado, ella repetía en voz baja: «Así es la vida: injusta, dura y difícil. Son estos golpes los que nos hacen fuertes y este dolor el que nos da sustancia. Que una mala experiencia no te vuelva duro. A pesar de todo lo malo, hay mucho de bueno, y esto último es lo que hace que valga la pena vivir la vida».
En ese momento no lo entendí.
Cuando empecé a hacer triatlón, regresaba los fines de semana completamente agotado. Mi cuerpo de adolescente resentía tanto el esfuerzo que fueron varias las madrugadas de domingo que temblé hirviendo en la fiebre causada por el agotamiento. Ella me cuidó mientras mi cuerpo se acostumbraba.
—¡Qué ganas de hacerte daño! —repetía ella mientras yo me retorcía de frío y dolor.
—¿Qué quieres que haga? ¡Me encanta este deporte!
Ahora tengo hijos, y ser padre me ha permitido —por momentos— ponerme en los zapatos de mi vieja: compartir sus alegrías y entender sus frustraciones.
Recuerdo cuando salí del hospital con mi hijo recién nacido. No tenía idea de cómo haría para criar a ese minúsculo ser humano. Mi ingenuidad era tal que en verdad creía que con amarlo sería suficiente.
El doctor se acercó y me felicitó una vez más. Sonreí.
—Es lindo, ¿verdad? —me dijo.
—¡Sí, es bello!
—¿No le dan ganas de comérselo?Y no fue sino hasta que mis huellas se traslaparon con las de mi padre cuando lo entendí. Y al entenderlo a él entendí a mi madre. Y al entenderla a ella comprendí cómo era el asunto.
—Sí, quisiera comérmelo —le respondí mientras acercaba mi nariz a la mejilla de mi primogénito, lo olía una vez más y le daba un beso.
—¡Espérese a que cumpla 12 años! Va a arrepentirse de no habérselo comido —sentenció para luego soltar una carcajada, darme un par de palmadas en el hombro y luego irse.
El doctor era un optimista. Antes de que mi hijo llegara a los nueve años, ya le había echado en un par de ocasiones un poco de kétchup en el brazo para luego meterle una mordida.
No recuerdo a mi madre poniéndome algún tipo de salsa encima, pero estoy seguro de que en un par de ocasiones —observándome en silencio— pudo haber estado sopesando los pros y contras de venderme a la señora que pasaba recogiendo el papel y las botellas.
Hace un par de años ella y yo tuvimos una conversación seria: los errores cometidos.
—Por supuesto que ambos hemos cometido errores —le dije—. Sería mentira si respondiera que no. Pero ¿sabes qué es lo mejor? Soy feliz o por lo menos creo serlo. No guardo rencor. Ni una pizca.
Hasta hace poco, ser un mal padre me daba terror. Y no fue sino hasta que mis huellas se traslaparon con las de mi padre cuando lo entendí. Y al entenderlo a él entendí a mi madre. Y al entenderla a ella comprendí cómo era el asunto.
Entendí que somos niños a cargo de niños. Hacemos el mayor esfuerzo por enseñarles a nuestros hijos mientras nosotros también aprendemos. Y si cometemos errores, no es por maldad. Es por falta de experiencia.
Agradezco tanto que mi madre no haya tirado la toalla conmigo. Y que no me haya dado en adopción.
Estoy casi seguro de que lo consideró.