Kétchup

Mi madre fue la primera víctima de mi rebeldía.

Durante mi adolescencia fui inquilino permanente de la dirección del colegio, y a mi madre le tocó soportar la eterna letanía de mis maestros: tiene potencial, pero no le da la gana seguir las instrucciones; debe mejorar su actitud.

Ya en la casa, ella, a punto de estallar en cólera, me decía: «¡Llevo años escuchando lo mismo! ¿Cuándo voy a escuchar algo diferente?».

—Cuando vayas a las reuniones de mi hermano. Él es el bueno —le respondía yo.

A pesar de mi forma de ser, ella nunca se dio por vencida.

Recuerdo la charla que tuvimos respecto a los celos y cómo ella me repetía hasta el cansancio que solo los hombres inseguros eran celosos. Parecía disco rayado diciéndolo una y otra vez, pero funcionó: el mensaje llegó y se grabó.

Menudo infierno del que me salvó.

Ella fue quien me abrazó cuando mi primera novia me mandó al carajo. Mientras lloraba desconsolado, ella repetía en voz baja: «Así es la vida: injusta, dura y difícil. Son estos golpes los que nos hacen fuertes y este dolor el que nos da sustancia. Que una mala experiencia no te vuelva duro. A pesar de todo lo malo, hay mucho de bueno, y esto último es lo que hace que valga la pena vivir la vida».

En ese momento no lo entendí.

Cuando empecé a hacer triatlón, regresaba los fines de semana completamente agotado. Mi cuerpo de adolescente resentía tanto el esfuerzo que fueron varias las madrugadas de domingo que temblé hirviendo en la fiebre causada por el agotamiento. Ella me cuidó mientras mi cuerpo se acostumbraba.

—¡Qué ganas de hacerte daño! —repetía ella mientras yo me retorcía de frío y dolor.

—¿Qué quieres que haga? ¡Me encanta este deporte!

Ahora tengo hijos, y ser padre me ha permitido —por momentos— ponerme en los zapatos de mi vieja: compartir sus alegrías y entender sus frustraciones.

Recuerdo cuando salí del hospital con mi hijo recién nacido. No tenía idea de cómo haría para criar a ese minúsculo ser humano. Mi ingenuidad era tal que en verdad creía que con amarlo sería suficiente.

El doctor se acercó y me felicitó una vez más. Sonreí.

—Es lindo, ¿verdad? —me dijo.

—¡Sí, es bello!

—¿No le dan ganas de comérselo?Y no fue sino hasta que mis huellas se traslaparon con las de mi padre cuando lo entendí. Y al entenderlo a él entendí a mi madre. Y al entenderla a ella comprendí cómo era el asunto.

—Sí, quisiera comérmelo —le respondí mientras acercaba mi nariz a la mejilla de mi primogénito, lo olía una vez más y le daba un beso.

—¡Espérese a que cumpla 12 años! Va a arrepentirse de no habérselo comido —sentenció para luego soltar una carcajada, darme un par de palmadas en el hombro y luego irse.

El doctor era un optimista. Antes de que mi hijo llegara a los nueve años, ya le había echado en un par de ocasiones un poco de kétchup en el brazo para luego meterle una mordida.

No recuerdo a mi madre poniéndome algún tipo de salsa encima, pero estoy seguro de que en un par de ocasiones —observándome en silencio— pudo haber estado sopesando los pros y contras de venderme a la señora que pasaba recogiendo el papel y las botellas.

Hace un par de años ella y yo tuvimos una conversación seria: los errores cometidos.

—Por supuesto que ambos hemos cometido errores —le dije—. Sería mentira si respondiera que no. Pero ¿sabes qué es lo mejor? Soy feliz o por lo menos creo serlo. No guardo rencor. Ni una pizca.

Hasta hace poco, ser un mal padre me daba terror. Y no fue sino hasta que mis huellas se traslaparon con las de mi padre cuando lo entendí. Y al entenderlo a él entendí a mi madre. Y al entenderla a ella comprendí cómo era el asunto.

Entendí que somos niños a cargo de niños. Hacemos el mayor esfuerzo por enseñarles a nuestros hijos mientras nosotros también aprendemos. Y si cometemos errores, no es por maldad. Es por falta de experiencia.

Agradezco tanto que mi madre no haya tirado la toalla conmigo. Y que no me haya dado en adopción.

Estoy casi seguro de que lo consideró.

El Niño

Esta Semana Santa me ofrecieron cargar en el turno de honor de la procesión del Santo Entierro.

Decliné.

Mi relación con la iglesia y la religión católica ha sido, a lo largo de mi vida, complicada.

Empecé a desilusionarme justo después de la primera comunión.

Crecí en un hogar católico. Casi todos los domingos íbamos con mi madre a una pequeña iglesia cerca de donde vivíamos. Sabía de memoria la misa completa. Recuerdo la emoción que sentía antes de comulgar. No entendía cómo —después de recibir la hostia— los adultos caminaban de vuelta a sus asientos con una expresión seria y solemne en sus rostros. Para mí, cuando el sacerdote colocaba el Cuerpo de Cristo en mis manos extendidas, era un momento de inmensa felicidad. No podía esconder mi sonrisa al regresar a la banca. Las miradas severas de los adultos, como reprochando alguna falta de respeto, no me afectaban.

Luego vinieron las confesiones.

El cura de la iglesia era bastante estricto. Los gravísimos pecados de un niño de 10 años: mentir, tomar sin pagar alguna fruta en la tienda de la colonia, y los pensamientos impuros que por esas épocas empezaban a ocupar espacio en mi cabeza eran —según él— el camino que me llevaría directo al infierno.

Si no cambiaba mi conducta, cuando muriera —en lugar de encontrar paz— iría a ese lugar oscuro reservado para todos los pecadores como yo.

A los diez años descubrí que estaba condenado a arder en el fuego eterno. Nada podía salvarme. De allí nunca lograría salir.

Empezaron las pesadillas.

No tengo memoria de haber visto alguna vez una procesión, y —como este año no salí de la ciudad para Semana Santa— fui invitado a ver la salida de la iglesia de la procesión. La segunda mejor opción, después de cargar.

Accedí.

Durante mi niñez hubo muchas Semanas Santas que me quedé en casa con mis padres. No siempre viajamos para las vacaciones. En la televisión pasaban las películas de Moisés, los Diez Mandamientos y Jesús. Recuerdo la potente voz doblada al español de Dios, y la claridad con la que le hablaba a los profetas.

A mí nunca me habló.

Continué asistiendo, ahora obligado, a misa. Odiaba confesarme casi tanto como detestaba —aún detesto— el sonido que hace el barreno del dentista mientras perfora los dientes para remover las caries.

Mantener el alma limpia era doloroso.

Al salir del confesionario esperaba sentir esa ligereza que muchos describen. Esa liviandad propia de dejar atrás los pecados, ese brillo divino del perdón; pero yo salía cabizbajo, sintiéndome apaleado, regañado, y avergonzado.

Antes de comulgar todos decíamos en voz alta: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra Tuya bastará para sanarme”.

Nunca escuché esa palabra.

Después de comulgar arrastraba los pies hasta tomar de nuevo mi lugar en la banca, al lado de mi madre. Una expresión seria, de solemnidad, ocupaba ahora el lugar que antes le correspondía a mi sonrisa.

Decidimos llegar al centro en bicicleta. Lloviznaba y eso impidió que estuviéramos a tiempo para ver cómo salía la inmensa anda de la iglesia. Había mucha gente, el ambiente era al mismo tiempo alegre y solemne. La multitud era bulliciosa, pero las notas de la marcha fúnebre —como flechas certeras— me llegaron directo al corazón. Tenía la piel eriza. Estaba conmovido.

Mis conflictos con la iglesia, la religión y Dios no mejoraron. Mi mente de niño no logró conciliar que un Dios infinitamente bondadoso condicionara su amor. No podía creer que un Ser que te Amaba —sí, Amar con mayúscula— pudiera hacerte daño.

Poco a poco fui desencantándome de la iglesia, de la religión, de los regaños y del cargo de consciencia que me acompañó de manera permanente durante casi toda mi adolescencia.

Renuncié al catolicismo.

Por un tiempo fui ateo, pero luego nacieron mis hijos; y no sé, algo tienen los niños que lo hacen creer a uno en algo superior, inexplicable, inefable, e Infinito.

Suponer nuevas oportunidades y la existencia de un Amor incondicional.

¿Es eso Dios? No lo sé. Mi inteligencia es limitada, y los sesos no me dan como para poder definir en absolutos asuntos que desconozco. Acepto que hay muchas cosas que no entiendo, y por momentos escojo de manera voluntaria —como me sugirieron hace poco— dejar la superioridad intelectual a un lado, porque en los asuntos espirituales la mente a veces estorba.

Al lado de donde estacionamos las bicicletas estaba una señora vendiendo chucherías. Un niño la acompañaba. La piel de la mujer estaba tostada por tantas horas que habrá pasado bajo el sol. El niño lloraba. Frente a nosotros la procesión transitaba en cámara lenta, y la vibración de los tambores hacían mis huesos temblar. La mujer, desesperada por el llanto del niño, poco a poco perdía la paciencia. Luego, justo cuando pensé que le daría una bofetada al muchachito, con dulzura envolvió un pan con una servilleta y se lo dio. El niño dejó de llorar, y la mujer le acarició con cariño el cabello. El Cristo, ya muerto, yacía inmóvil. Su expresión me conmovió. Arreció la llovizna y me di permiso para que se me escapara una lágrima, esperando que de inmediato se mezclara con las gotas de lluvia y que nadie lo notara.

Tomamos las bicicletas y seguimos nuestro camino.

La procesión y, con ella, mi oportunidad de cargar había pasado.

Universos Paralelos

Rolf está enfermo.

No recuerdo con exactitud cuándo fue que empecé a jugar con la posibilidad de la existencia de universos paralelos.

Habrá sido durante unas vacaciones de fin de año. Mis padres nos enviaron a Belice, a la casa de unos familiares. Mi tío era el médico de Corozal, un minúsculo pueblo fronterizo con México. Mis dos tíos, cinco primos, mi hermano y yo compartimos la casa durante esos meses. Dos adultos y siete delincuentes.

A trescientos metros de la casa estaba la playa, y nuestra rutina diaria consistía en deambular por el pueblo, nadar en el mar y jugar billar. Éramos unos verdaderos vagos.

En la playa había un muelle. Desde allí nos tirábamos de clavado. El agua era poco profunda. Sobre el muelle había una pequeña caseta. Del techo de la caseta al agua habrían unos tres metros. Con el tiempo fuimos tomando valor, empezamos a tirarnos —parados— desde el techo de la caseta.

Siempre he creído que nombrar ciertos actos como valentía es un eufemismo.

Ser valiente equivale —a veces— a ser idiota.

Una mañana amanecí valiente. Le dije a mi hermano que me lanzaría de clavado desde el techo de la caseta. Llegamos, mis primos, mi hermano y yo al muelle. Trepé la caseta y me lancé de clavado. Recuerdo que al entrar al agua mi cabeza golpeó de inmediato con la arena. Recuerdo también el sonido de mi columna mientras crujía por la fuerza del impacto. No recuerdo más.

Esa tarde —de vuelta en casa de mis primos— llevaba conmigo un grave dolor de cabeza, un cuello ortopédico y una gran puteada de mi tío. ¡Pudiste haber quedado parapléjico! —decía, controlándose para no darme una merecida paliza— ¡Pudiste haber muerto!

Guardé silencio. Me dolía demasiado todo como para responder. Lo único en lo que podía pensar era en los cuatro nuevos universos paralelos que acaban de formarse: uno, en el que había muerto; otro, en el que quedaba parapléjico; un tercero, en el que no había saltado; y este último, en el que de milagro seguía vivo.

Rolf está muriendo.

A los treinta años tuve mi primera crisis existencial. Compré un carro. Una mañana lo saqué y me fui a la Antigua. Mientras regresaba me sentí valiente de nuevo y decidí averiguar qué tan rápido podía ir. Un par de horas antes había llovido y el asfalto estaba mojado. Pasé a toda velocidad sobre una poza de agua y perdí el control. El carro empezó a girar. No llevaba cinturón de seguridad puesto. Segundos más tarde el carro abrazaba —con la fuerza que un moño envuelve al regalo— un poste de asfalto. El impacto fue justo del lado del piloto.

El vehículo quedó destrozado. Irreparable.

Lo primero que hicieron los bomberos al llegar al lugar del accidente fue preguntar en dónde se encontraba el cuerpo del piloto. No podían creerlo cuando me acerqué a informarles que era yo quien iba manejando. Estaba ileso.

Repitieron las palabras de mi tío. Usted debería estar muerto. Aunque ellos no me gritaron como lo hizo él, aquella tarde en Corozal.

Varios universos paralelos más fueron creados esa mañana.

Rolf y yo nos conocimos a los siete años. Fuimos compañeros de clase. Él siempre fue más ágil, mejor deportista, y bueno para los trancazos. Yo nunca tuve su habilidades, pero era bueno para las matemáticas, las ciencias, y sacaba mejores notas. Los dos éramos bullies. Fuimos cuates, aunque nunca llegamos a ser amigos.

Mis notas me salvaron constantemente el pellejo. Las buenas calificaciones fue lo único que impidió que me expulsaran del colegio. Rolf no corrió con la misma suerte.

La vida nos separó. Cada quien siguió su camino. Las decisiones que tomamos y los pasos que dimos—para bien o para mal— crearon y moldearon nuestra realidad y, al mismo tiempo, nuestros universos paralelos.

Cuarenta años después, las posibilidades de estas realidades alternativas son casi infinitas.

Incalculables.

Rolf está enfermo y yo estoy sano.

No sé si tendremos la oportunidad de despedirnos.

Llevo días pensando en los universos paralelos —en sus infinitas posibilidades— y espero que por lo menos en uno de ellos Rolf goce de buena salud, sea feliz y viva en paz.

Hoy recuerdo con cariño a ese niño de tez oscura, de ojos claros y de cabello rizado. Recuerdo al niño alegre que conocí a los siete años, y que en secreto envidié porque era mucho más talentoso que yo.

Ese niño merece ser feliz y estar en paz.

Aunque no sea en este universo.

De Padres y Salmones

Desde pequeño me gustan los documentales sobre animales.

Cuando llegaban las vacaciones, siempre al medio día, dejaba de jugar en la calle para ver los documentales que pasaban en la televisión. Me perdía durante una hora en las vidas de éstos mientras tomaba un vaso con leche.

Habré tenido para entonces nueve o diez años.

No recuerdo con exactitud.

Soñaba con volar, con vivir debajo del agua, con cazar sin necesidad de disparar una flecha. Imaginaba con ser libre y correr por donde me diera la gana sin arriesgarme a un regaño cuando regresara a casa con los zapatos llenos de lodo.

Siempre he admirado a los animales.

Creo que son mucho más honestos que nosotros.

Los episodios de aves eran un poco aburridos, los ojos de los pájaros no revelan mucho, pero hubo uno que siempre me hizo gracia. 

Un pájaro negro se apropiaba del nido de otra especie, tiraba los huevos al vacío y luego ponía los propios. El dueño del nido regresaba y los empollaba hasta término. ¡La expresión de sorpresa cuando le salían polluelos negros no tenía precio!

La memoria del ave es corta. Los humanos pasamos el resto de nuestras vidas llorando por una traición. 

Punto para las aves.

Me encantaban los documentales sobre leones y guepardos: la ferocidad de unos, la velocidad de los otros; y los dientes filosos de ambos. Siempre me provocó un poco de ternura ver que cómo, con los mismos dientes que habían destrozado a una gacela minutos antes, lograban cargar a sus cachorros sin provocarles el menor daño.

Un día, después de estar sentado viendo la tele, llegué con mi mamá a contarle sobre lo triste que era la vida de los salmones. Morían después de desovar. Luego de nadar durante semanas contra la corriente, los que llegaban vivos, los que no habían servido de alimento para osos, desovaban y morían. Nunca conocerían a sus hijos.

No podía imaginar vivir sin mis padres. 

Estaba triste.

Cuando intenté contarle la historia a mi madre me dijo que estaba ocupada haciendo el almuerzo, que habláramos más tarde. En la noche seguía triste y quise contársela de nuevo. 

Estaban pasando una película en la única televisión que teníamos.

Mi relato tuvo que esperar. 

Siendo sincero, ni siquiera era tan buena mi historia. Yo solo quería decirle a mi madre que pobres los salmones cuando nacían; porque ellos no tendrían unos padres que estuvieran siempre ahí; cerca, para cada vez que los necesitaran.

Al día siguiente algo más habrá llamado mi atención, y lo olvidé.

Nunca le conté mi historia sobre los salmones.

Pasaron los años. Mis padres se divorciaron.

Salió de nuevo un documental de salmones. Otra vez lo vi.

Para entonces ya rascaba los quince o dieciséis años, y acababa de llegar a la oficina de mi padre. Él me hacia tanta falta que todas las tardes lo visitaba. Quería contarle la historia de los salmones, pero ya no como aquel niño que solo estaba triste porque no sabía qué iba a hacer el bebé salmón cuando saliera del huevo y no estuvieran sus papás. No, ésta vez era otro tipo de inocencia, una ingenuidad que me permitía humanizar al salmón hijo y al salmón padre que no estaría para guiarlo durante una buena parte de su vida.

Él —mi padre— estaba ocupado, irritado, emproblemado.

Así estuvo desde que se fue de casa hasta que salió del país.

Apenas había empezado a hablar, cuando levantó su mano para que me detuviera, me vio como si de mi boca brotaran idioteces, y me dijo: “Dime en pocas palabras lo que tengas que decir.»

Me levanté de la silla, me acerqué y en voz baja le dije: «Los padres deberían ser como los salmones. Morir después de desovar. Talvez así, muertos, los extrañaríamos; porque vivos nunca están cuando los necesitamos. Duele tenerlos tan cerca y extrañarlos igual.»

Nunca más regresé a esa oficina.

Ahora, que no está cerca, me hace mucha falta.

Del Blog Viviendo como Sísifo – 04.agosto.2012
http://marioquan.blogspot.com/2012/08/de-padres-y-salmones.html

El Ave

Recuerdo que estaba acostado en el sillón de la sala. Agotado. Viendo televisión. Era sábado y había montado bicicleta en la mañana. Mis hijos eran pequeños. Cada uno jugaba en su cuarto y mi esposa preparaba el almuerzo.

Sentí unos deditos que acariciaban con suavidad mi cara. Era mi hija. Para entonces tendría cinco años. La cargué y la empecé a besuquear.

—¿Te puedo hacer una pregunta?— me dijo, mientras me abrazaba.

—Por supuesto— respondí.

—¿Cuál es el ave responsable de que nazcan los bebés?

La dejé de besar de inmediato y, después de parpadear un par de veces, la separé para poder verla directo a los ojos. ¿Qué tipo de pregunta era esa?

Mi esposa también escuchó y dejó de hacer ruido en la cocina. De seguro tenía curiosidad de saber cómo haría para responder semejante cuestión. Cuando se dio cuenta que nadie hablaba en la sala asomó la cabeza; imagino que para ver si no me había desmayado.

Yo tenía trece años la primera vez que un adulto me habló de sexo. Estaba sentado sobre la grama del campo de fútbol del colegio con los demás compañeros del equipo.

—Señores— dijo el entrenador —me pidieron que les hablara de algo muy serio: la masturbación. Algunos de ustedes ya desarrollaron, otros todavía no. La adolescencia es una etapa por la que todos debemos pasar. Empezarán a sentir curiosidad con su cuerpo y es muy probable que quieran tocarse…

Quería reírme y decirle que su plática venía con varios años de retraso, pero alguien preguntó: ¿Tocarnos qué?

—Sus partes… El pene…

No pude más. Solté la primera carcajada. Pene siempre me ha parecido una palabra sin gracia. En el colegio le teníamos otros nombres mucho más coloridos. Uno de ellos, casualmente, correspondía al de un ave.

—Si frotan su pene con las manos— seguía con toda seriedad el entrenador —es probable que sientan placer. ¡No lo deben hacer! ¡Es malo y les puede acarrear terribles consecuencias!

En ese momento todas la risitas se apagaron. ¿Terribles consecuencias? 

Ni siquiera me atreví a preguntar.

Alguien más valiente y, con seguridad, más preocupado que yo preguntó.

—Bueno, son tres cosas— dijo el entrenador. —La primera. Se les puede llenar de pelos las palmas de las manos.— Todos, absolutamente todos, nos vimos las palmas de las manos y suspiramos aliviados. —Lo segundo es que poco a poco pueden perder la vista. Y la tercera, que es la única que me importa: se pueden lesionar las rodillas. Al poner la piernas duras, las rodillas se lastiman y ustedes, señores, se van a lesionar y no podrán jugar más.

Para entonces había empezado a crecer, y habían días que me dolían mucho las rodillas. Me preocupé.

Al llegar a casa le pedí a mi mamá que me llevara al oculista, le dije que en el colegio me habían pedido un examen de la vista.

Salí del oculista con lentes e hiperventilándome. Tenía miopía, y mi mamá nunca me había visto tan ansioso. Sentía que no podía respirar.

—¿Qué te pasa?— preguntó —Te veo pálido.

—Tengo que aprender braille— le dije, resignado a vivir el resto de mis días en tinieblas —estoy seguro de que antes de graduarme voy a estar completamente ciego.

Siempre supe que la educación sexual de mis hijos la iba a manejar de la manera más ligera posible. Casual. Estaba seguro que iba a poder bromear con ese tema que a todos pareciera asustar. 

A mí, por lo menos, me tuvo asustado varios meses. Meses en los que dejé de usar los anteojos con graduación y me pasé a lentes oscuros… para irme acostumbrando.

—¿Quién te dijo que era un ave?

—La maestra. Ayer llevó un libro, pero no me recuerdo que ave es. Dijo que el lunes nos va a preguntar.

Levanté la mirada y vi que mi esposa todavía nos observaba. Sus ojos eran los de la una madre orgullosa viendo como un padre educaba a su mayor tesoro. Sonreí y observé cómo esa mirada de ternura era reemplazada por otra de preocupación. Levanté los hombros y las cejas, en silencio le dije —Perdón, no lo puedo evitar— abracé a mi hija, y luego la senté sobre la mesa que tenía frente a mí.

—M’ija, cuando el lunes te pregunten cómo se llama el ave, esto es lo que vas a responder: “Dice mi papá que depende del libro que estemos leyendo; puede ser la cigüeña o puede ser la paloma, pero de que es un pájaro el responsable, ¡es un pájaro!”

El lunes estaba con ella en la oficina del director.

Del Blog Viviendo como Sísifo – 18.abril.2013
http://marioquan.blogspot.com/2013/04/el-ave.html


Vecinos

El sábado salí por la noche.

A la vuelta de donde vivo, dos policías, ayudados cada uno con una linterna, somataban y alumbraban las ventanas de un carro que estaba estacionado. 

Los vidrios del carro estaban empañados.

Cuando pasé al lado del carro alcancé a ver cómo el joven piloto hacía esfuerzos para ajustarse su camiseta. La joven copilota intentaba, en vano, cubrirse la cara de la luz de la linterna que sostenía el otro policía.

¡Qué vergüenza! —pensé— Ojalá no se metan en muchos problemas.

No juzgué a los jóvenes. 

Recordé cómo era a esa edad. 

Sonreí. 

Seguí mi camino.

El carro de donde sacaron a los jóvenes amantes estaba parqueado frente a un pequeño condominio.

Hace unas semanas, de ese pequeño condominio, vi como una mujer —que llevaba en brazos a un bebé— abrió de manera violenta la puerta del garaje. El rostro de la madre —asumo que era madre de la criatura— estaba descompuesto. Llevaba el pelo despeinado. 

Lloraba desconsoladamente.

Arrancó el carro, retrocedió a toda prisa, y se fue. 

Dejó la puerta del garaje abierta.

Al terminar de observar la escena vi que el guardia de seguridad, de un edificio cercano, también había sido testigo de lo que había visto yo. Al acercarme y preguntarle sobre lo que acababa de pasar, el guardia se limitó a decirme que no era la primera vez que esto sucedía.

¿Alguna vez han llamado a la policía? —le increpé

No, nunca… por lo menos nunca ha venido la policía. —Me respondió en voz baja.

El viernes apareció una mujer muerta en Atitlán. No se sabe aún quién la mató. No se sabe tampoco por qué.

Hoy, cuando salí a caminar con mi perro, me topé de nuevo con aquel guardia de seguridad. El que también vio salir a toda prisa —aquella madrugada— a la joven con su bebé.

Le pregunté si había estado de guardia el sábado por la noche.

Respondió afirmativamente.

Le pregunté si había visto a los jóvenes que estaban dentro de un carro parqueado.

De nuevo respondió afirmativamente.

Vino la policía. —empezó su relato con una sonrisa tímida— Los sacaron del carro. Los amenazaron con llevarlos presos. Los tuvieron como media hora rogando para que los dejaran ir. Al final los dejaron ir. Imagino que tuvieron que darle algunos billetes a los chontes.

Hace ratos que no escuchaba la palabra “chonte”.

Le pregunté quién pudo haberle avisado a los policías sobre algo tan inocuo. 

Para ser sincero no usé la palabra “inocuo”. 

Le pregunté quién pudo ser tan comemierda de llamar a la policía para semejante estupidez. ¿Quién puede ser tan hijodecienmilputas? Volví a preguntar. Eran casi adolescentes, le hacían daño a nadie.

Fueron los vecinos. —respondió de inmediato— A ellos no les gusta que esas cosas pasen en esta área. Dicen que eso le da una mala imagen al vecindario.

El viernes apareció una mujer muerta en Atitlán. No se sabe aún quién la mató. No se sabe tampoco por qué.

Dicen que la última vez que la vieron con vida fue saliendo del hotel durante la madrugada.

Iba acompañada de un perro. Era solo un cachorro.

Lástima que no la recogió su amante. Lástima que no pasaron por ella en carro, y no se estacionaron en una avenida poco transitada. Lástima que no empañaron juntos los vidrios del vehículo.

Estoy seguro de que si los vecinos de Atitlán son como mis vecinos de Vista Hermosa, habrían llamado a la policía.

Apostaría de que si son como mis vecinos de Vista Hermosa, tampoco querrían que pasen esas cosas en donde viven.

Le daría una mala imagen al vecindario.

Publicado en Plaza Pública – 12.marzo.2019
https://www.plazapublica.com.gt/content/vecinos

El Origen

Camino por las calles de Amsterdam. Llevo varios meses de haber renunciado a mi trabajo y he viajado para atender una feria. Busco nuevos proveedores. Es la primavera del año 2001.

Un año antes conocí a este holandés. El tipo tenía la misma edad que mi padre. Era el gerente de una empresa de biotecnología, y acababa de vender el último producto que habían desarrollado a una multinacional de cosméticos en Nueva York. Un ingrediente que en los próximos años se incluiría en casi todos los productos cosméticos del primer mundo.

Para mí, él era un genio.

Pero no fue su genialidad —ni su capacidad de negocios— lo que llamó mi atención, fue su forma de ver la vida: simple, frugal, con sus prioridades claras, sin darle importancia a las cosas en las que no valía la pena invertir energías ni tiempo; y su capacidad para diferenciarlas.

Entonces yo tenía 30 años. No entendía cómo funcionaba eso de darle importancia solo a algunas cosas. No entendía eso de que el dinero no era —ni sería— la fuente de la felicidad. Ni entendía cómo era eso de que el éxito no se medía —ni se mediría— por la cantidad de cosas que acumulara durante vida; ni por las horas que le dedicara al trabajo —y pasara metido en la oficina, frente a mi computadora— mientras veía a mis hijos crecer en las fotos que le tomaba mi futura exesposa. No entendía cómo era eso de que podía encontrar la felicidad en una puesta de sol, en compartir con un amigo una cerveza o una botella de vino, o en contemplar —sentado en la orilla de la playa— la espuma que se forma cuando revientan las olas. No entendía que para viajar no era necesario montarse en un avión.

No entendía como funcionaba la vida.

Pasarían casi veinte años, un divorcio, pérdidas económicas, e incontables pésimas decisiones para que empezara a entender por qué me había llamado tanto la atención ese holandés tan particular y tan diferente a quien yo era en ese entonces; pero tan parecido a quien hubiera querido ser.

Casi veinte años tendrían que pasar… pero divago.

Camino por las calles de Amsterdam. Converso con el hijo de este holandés. Él es diez años menor que yo. Le digo que estoy impresionado con las cosas que ha logrado su padre, que lo admiro como profesional y que —aunque en ese momento nadie lo sabía— el producto que acababan de lanzar sería un éxito en el mercado mundial.

Sin voltear a ver, me responde: «No tengo idea de qué es lo que hace mi padre».

No supe qué decir.

En silencio, seguimos nuestro camino.