Camino por las calles de Amsterdam. Llevo varios meses de haber renunciado a mi trabajo y he viajado para atender una feria. Busco nuevos proveedores. Es la primavera del año 2001.
Un año antes conocí a este holandés. El tipo tenía la misma edad que mi padre. Era el gerente de una empresa de biotecnología, y acababa de vender el último producto que habían desarrollado a una multinacional de cosméticos en Nueva York. Un ingrediente que en los próximos años se incluiría en casi todos los productos cosméticos del primer mundo.
Para mí, él era un genio.
Pero no fue su genialidad —ni su capacidad de negocios— lo que llamó mi atención, fue su forma de ver la vida: simple, frugal, con sus prioridades claras, sin darle importancia a las cosas en las que no valía la pena invertir energías ni tiempo; y su capacidad para diferenciarlas.
Entonces yo tenía 30 años. No entendía cómo funcionaba eso de darle importancia solo a algunas cosas. No entendía eso de que el dinero no era —ni sería— la fuente de la felicidad. Ni entendía cómo era eso de que el éxito no se medía —ni se mediría— por la cantidad de cosas que acumulara durante vida; ni por las horas que le dedicara al trabajo —y pasara metido en la oficina, frente a mi computadora— mientras veía a mis hijos crecer en las fotos que le tomaba mi futura exesposa. No entendía cómo era eso de que podía encontrar la felicidad en una puesta de sol, en compartir con un amigo una cerveza o una botella de vino, o en contemplar —sentado en la orilla de la playa— la espuma que se forma cuando revientan las olas. No entendía que para viajar no era necesario montarse en un avión.
No entendía como funcionaba la vida.
Pasarían casi veinte años, un divorcio, pérdidas económicas, e incontables pésimas decisiones para que empezara a entender por qué me había llamado tanto la atención ese holandés tan particular y tan diferente a quien yo era en ese entonces; pero tan parecido a quien hubiera querido ser.
Casi veinte años tendrían que pasar… pero divago.
Camino por las calles de Amsterdam. Converso con el hijo de este holandés. Él es diez años menor que yo. Le digo que estoy impresionado con las cosas que ha logrado su padre, que lo admiro como profesional y que —aunque en ese momento nadie lo sabía— el producto que acababan de lanzar sería un éxito en el mercado mundial.
Sin voltear a ver, me responde: «No tengo idea de qué es lo que hace mi padre».
No supe qué decir.
En silencio, seguimos nuestro camino.