El Ave

Recuerdo que estaba acostado en el sillón de la sala. Agotado. Viendo televisión. Era sábado y había montado bicicleta en la mañana. Mis hijos eran pequeños. Cada uno jugaba en su cuarto y mi esposa preparaba el almuerzo.

Sentí unos deditos que acariciaban con suavidad mi cara. Era mi hija. Para entonces tendría cinco años. La cargué y la empecé a besuquear.

—¿Te puedo hacer una pregunta?— me dijo, mientras me abrazaba.

—Por supuesto— respondí.

—¿Cuál es el ave responsable de que nazcan los bebés?

La dejé de besar de inmediato y, después de parpadear un par de veces, la separé para poder verla directo a los ojos. ¿Qué tipo de pregunta era esa?

Mi esposa también escuchó y dejó de hacer ruido en la cocina. De seguro tenía curiosidad de saber cómo haría para responder semejante cuestión. Cuando se dio cuenta que nadie hablaba en la sala asomó la cabeza; imagino que para ver si no me había desmayado.

Yo tenía trece años la primera vez que un adulto me habló de sexo. Estaba sentado sobre la grama del campo de fútbol del colegio con los demás compañeros del equipo.

—Señores— dijo el entrenador —me pidieron que les hablara de algo muy serio: la masturbación. Algunos de ustedes ya desarrollaron, otros todavía no. La adolescencia es una etapa por la que todos debemos pasar. Empezarán a sentir curiosidad con su cuerpo y es muy probable que quieran tocarse…

Quería reírme y decirle que su plática venía con varios años de retraso, pero alguien preguntó: ¿Tocarnos qué?

—Sus partes… El pene…

No pude más. Solté la primera carcajada. Pene siempre me ha parecido una palabra sin gracia. En el colegio le teníamos otros nombres mucho más coloridos. Uno de ellos, casualmente, correspondía al de un ave.

—Si frotan su pene con las manos— seguía con toda seriedad el entrenador —es probable que sientan placer. ¡No lo deben hacer! ¡Es malo y les puede acarrear terribles consecuencias!

En ese momento todas la risitas se apagaron. ¿Terribles consecuencias? 

Ni siquiera me atreví a preguntar.

Alguien más valiente y, con seguridad, más preocupado que yo preguntó.

—Bueno, son tres cosas— dijo el entrenador. —La primera. Se les puede llenar de pelos las palmas de las manos.— Todos, absolutamente todos, nos vimos las palmas de las manos y suspiramos aliviados. —Lo segundo es que poco a poco pueden perder la vista. Y la tercera, que es la única que me importa: se pueden lesionar las rodillas. Al poner la piernas duras, las rodillas se lastiman y ustedes, señores, se van a lesionar y no podrán jugar más.

Para entonces había empezado a crecer, y habían días que me dolían mucho las rodillas. Me preocupé.

Al llegar a casa le pedí a mi mamá que me llevara al oculista, le dije que en el colegio me habían pedido un examen de la vista.

Salí del oculista con lentes e hiperventilándome. Tenía miopía, y mi mamá nunca me había visto tan ansioso. Sentía que no podía respirar.

—¿Qué te pasa?— preguntó —Te veo pálido.

—Tengo que aprender braille— le dije, resignado a vivir el resto de mis días en tinieblas —estoy seguro de que antes de graduarme voy a estar completamente ciego.

Siempre supe que la educación sexual de mis hijos la iba a manejar de la manera más ligera posible. Casual. Estaba seguro que iba a poder bromear con ese tema que a todos pareciera asustar. 

A mí, por lo menos, me tuvo asustado varios meses. Meses en los que dejé de usar los anteojos con graduación y me pasé a lentes oscuros… para irme acostumbrando.

—¿Quién te dijo que era un ave?

—La maestra. Ayer llevó un libro, pero no me recuerdo que ave es. Dijo que el lunes nos va a preguntar.

Levanté la mirada y vi que mi esposa todavía nos observaba. Sus ojos eran los de la una madre orgullosa viendo como un padre educaba a su mayor tesoro. Sonreí y observé cómo esa mirada de ternura era reemplazada por otra de preocupación. Levanté los hombros y las cejas, en silencio le dije —Perdón, no lo puedo evitar— abracé a mi hija, y luego la senté sobre la mesa que tenía frente a mí.

—M’ija, cuando el lunes te pregunten cómo se llama el ave, esto es lo que vas a responder: “Dice mi papá que depende del libro que estemos leyendo; puede ser la cigüeña o puede ser la paloma, pero de que es un pájaro el responsable, ¡es un pájaro!”

El lunes estaba con ella en la oficina del director.

Del Blog Viviendo como Sísifo – 18.abril.2013
http://marioquan.blogspot.com/2013/04/el-ave.html


Vecinos

El sábado salí por la noche.

A la vuelta de donde vivo, dos policías, ayudados cada uno con una linterna, somataban y alumbraban las ventanas de un carro que estaba estacionado. 

Los vidrios del carro estaban empañados.

Cuando pasé al lado del carro alcancé a ver cómo el joven piloto hacía esfuerzos para ajustarse su camiseta. La joven copilota intentaba, en vano, cubrirse la cara de la luz de la linterna que sostenía el otro policía.

¡Qué vergüenza! —pensé— Ojalá no se metan en muchos problemas.

No juzgué a los jóvenes. 

Recordé cómo era a esa edad. 

Sonreí. 

Seguí mi camino.

El carro de donde sacaron a los jóvenes amantes estaba parqueado frente a un pequeño condominio.

Hace unas semanas, de ese pequeño condominio, vi como una mujer —que llevaba en brazos a un bebé— abrió de manera violenta la puerta del garaje. El rostro de la madre —asumo que era madre de la criatura— estaba descompuesto. Llevaba el pelo despeinado. 

Lloraba desconsoladamente.

Arrancó el carro, retrocedió a toda prisa, y se fue. 

Dejó la puerta del garaje abierta.

Al terminar de observar la escena vi que el guardia de seguridad, de un edificio cercano, también había sido testigo de lo que había visto yo. Al acercarme y preguntarle sobre lo que acababa de pasar, el guardia se limitó a decirme que no era la primera vez que esto sucedía.

¿Alguna vez han llamado a la policía? —le increpé

No, nunca… por lo menos nunca ha venido la policía. —Me respondió en voz baja.

El viernes apareció una mujer muerta en Atitlán. No se sabe aún quién la mató. No se sabe tampoco por qué.

Hoy, cuando salí a caminar con mi perro, me topé de nuevo con aquel guardia de seguridad. El que también vio salir a toda prisa —aquella madrugada— a la joven con su bebé.

Le pregunté si había estado de guardia el sábado por la noche.

Respondió afirmativamente.

Le pregunté si había visto a los jóvenes que estaban dentro de un carro parqueado.

De nuevo respondió afirmativamente.

Vino la policía. —empezó su relato con una sonrisa tímida— Los sacaron del carro. Los amenazaron con llevarlos presos. Los tuvieron como media hora rogando para que los dejaran ir. Al final los dejaron ir. Imagino que tuvieron que darle algunos billetes a los chontes.

Hace ratos que no escuchaba la palabra “chonte”.

Le pregunté quién pudo haberle avisado a los policías sobre algo tan inocuo. 

Para ser sincero no usé la palabra “inocuo”. 

Le pregunté quién pudo ser tan comemierda de llamar a la policía para semejante estupidez. ¿Quién puede ser tan hijodecienmilputas? Volví a preguntar. Eran casi adolescentes, le hacían daño a nadie.

Fueron los vecinos. —respondió de inmediato— A ellos no les gusta que esas cosas pasen en esta área. Dicen que eso le da una mala imagen al vecindario.

El viernes apareció una mujer muerta en Atitlán. No se sabe aún quién la mató. No se sabe tampoco por qué.

Dicen que la última vez que la vieron con vida fue saliendo del hotel durante la madrugada.

Iba acompañada de un perro. Era solo un cachorro.

Lástima que no la recogió su amante. Lástima que no pasaron por ella en carro, y no se estacionaron en una avenida poco transitada. Lástima que no empañaron juntos los vidrios del vehículo.

Estoy seguro de que si los vecinos de Atitlán son como mis vecinos de Vista Hermosa, habrían llamado a la policía.

Apostaría de que si son como mis vecinos de Vista Hermosa, tampoco querrían que pasen esas cosas en donde viven.

Le daría una mala imagen al vecindario.

Publicado en Plaza Pública – 12.marzo.2019
https://www.plazapublica.com.gt/content/vecinos