El sábado salí por la noche.
A la vuelta de donde vivo, dos policías, ayudados cada uno con una linterna, somataban y alumbraban las ventanas de un carro que estaba estacionado.
Los vidrios del carro estaban empañados.
Cuando pasé al lado del carro alcancé a ver cómo el joven piloto hacía esfuerzos para ajustarse su camiseta. La joven copilota intentaba, en vano, cubrirse la cara de la luz de la linterna que sostenía el otro policía.
¡Qué vergüenza! —pensé— Ojalá no se metan en muchos problemas.
No juzgué a los jóvenes.
Recordé cómo era a esa edad.
Sonreí.
Seguí mi camino.
El carro de donde sacaron a los jóvenes amantes estaba parqueado frente a un pequeño condominio.
Hace unas semanas, de ese pequeño condominio, vi como una mujer —que llevaba en brazos a un bebé— abrió de manera violenta la puerta del garaje. El rostro de la madre —asumo que era madre de la criatura— estaba descompuesto. Llevaba el pelo despeinado.
Lloraba desconsoladamente.
Arrancó el carro, retrocedió a toda prisa, y se fue.
Dejó la puerta del garaje abierta.
Al terminar de observar la escena vi que el guardia de seguridad, de un edificio cercano, también había sido testigo de lo que había visto yo. Al acercarme y preguntarle sobre lo que acababa de pasar, el guardia se limitó a decirme que no era la primera vez que esto sucedía.
¿Alguna vez han llamado a la policía? —le increpé
No, nunca… por lo menos nunca ha venido la policía. —Me respondió en voz baja.
El viernes apareció una mujer muerta en Atitlán. No se sabe aún quién la mató. No se sabe tampoco por qué.
Hoy, cuando salí a caminar con mi perro, me topé de nuevo con aquel guardia de seguridad. El que también vio salir a toda prisa —aquella madrugada— a la joven con su bebé.
Le pregunté si había estado de guardia el sábado por la noche.
Respondió afirmativamente.
Le pregunté si había visto a los jóvenes que estaban dentro de un carro parqueado.
De nuevo respondió afirmativamente.
Vino la policía. —empezó su relato con una sonrisa tímida— Los sacaron del carro. Los amenazaron con llevarlos presos. Los tuvieron como media hora rogando para que los dejaran ir. Al final los dejaron ir. Imagino que tuvieron que darle algunos billetes a los chontes.
Hace ratos que no escuchaba la palabra “chonte”.
Le pregunté quién pudo haberle avisado a los policías sobre algo tan inocuo.
Para ser sincero no usé la palabra “inocuo”.
Le pregunté quién pudo ser tan comemierda de llamar a la policía para semejante estupidez. ¿Quién puede ser tan hijodecienmilputas? Volví a preguntar. Eran casi adolescentes, le hacían daño a nadie.
Fueron los vecinos. —respondió de inmediato— A ellos no les gusta que esas cosas pasen en esta área. Dicen que eso le da una mala imagen al vecindario.
El viernes apareció una mujer muerta en Atitlán. No se sabe aún quién la mató. No se sabe tampoco por qué.
Dicen que la última vez que la vieron con vida fue saliendo del hotel durante la madrugada.
Iba acompañada de un perro. Era solo un cachorro.
Lástima que no la recogió su amante. Lástima que no pasaron por ella en carro, y no se estacionaron en una avenida poco transitada. Lástima que no empañaron juntos los vidrios del vehículo.
Estoy seguro de que si los vecinos de Atitlán son como mis vecinos de Vista Hermosa, habrían llamado a la policía.
Apostaría de que si son como mis vecinos de Vista Hermosa, tampoco querrían que pasen esas cosas en donde viven.
Le daría una mala imagen al vecindario.
Publicado en Plaza Pública – 12.marzo.2019
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