Rolf está enfermo.
No recuerdo con exactitud cuándo fue que empecé a jugar con la posibilidad de la existencia de universos paralelos.
Habrá sido durante unas vacaciones de fin de año. Mis padres nos enviaron a Belice, a la casa de unos familiares. Mi tío era el médico de Corozal, un minúsculo pueblo fronterizo con México. Mis dos tíos, cinco primos, mi hermano y yo compartimos la casa durante esos meses. Dos adultos y siete delincuentes.
A trescientos metros de la casa estaba la playa, y nuestra rutina diaria consistía en deambular por el pueblo, nadar en el mar y jugar billar. Éramos unos verdaderos vagos.
En la playa había un muelle. Desde allí nos tirábamos de clavado. El agua era poco profunda. Sobre el muelle había una pequeña caseta. Del techo de la caseta al agua habrían unos tres metros. Con el tiempo fuimos tomando valor, empezamos a tirarnos —parados— desde el techo de la caseta.
Siempre he creído que nombrar ciertos actos como valentía es un eufemismo.
Ser valiente equivale —a veces— a ser idiota.
Una mañana amanecí valiente. Le dije a mi hermano que me lanzaría de clavado desde el techo de la caseta. Llegamos, mis primos, mi hermano y yo al muelle. Trepé la caseta y me lancé de clavado. Recuerdo que al entrar al agua mi cabeza golpeó de inmediato con la arena. Recuerdo también el sonido de mi columna mientras crujía por la fuerza del impacto. No recuerdo más.
Esa tarde —de vuelta en casa de mis primos— llevaba conmigo un grave dolor de cabeza, un cuello ortopédico y una gran puteada de mi tío. ¡Pudiste haber quedado parapléjico! —decía, controlándose para no darme una merecida paliza— ¡Pudiste haber muerto!
Guardé silencio. Me dolía demasiado todo como para responder. Lo único en lo que podía pensar era en los cuatro nuevos universos paralelos que acaban de formarse: uno, en el que había muerto; otro, en el que quedaba parapléjico; un tercero, en el que no había saltado; y este último, en el que de milagro seguía vivo.
Rolf está muriendo.
A los treinta años tuve mi primera crisis existencial. Compré un carro. Una mañana lo saqué y me fui a la Antigua. Mientras regresaba me sentí valiente de nuevo y decidí averiguar qué tan rápido podía ir. Un par de horas antes había llovido y el asfalto estaba mojado. Pasé a toda velocidad sobre una poza de agua y perdí el control. El carro empezó a girar. No llevaba cinturón de seguridad puesto. Segundos más tarde el carro abrazaba —con la fuerza que un moño envuelve al regalo— un poste de asfalto. El impacto fue justo del lado del piloto.
El vehículo quedó destrozado. Irreparable.
Lo primero que hicieron los bomberos al llegar al lugar del accidente fue preguntar en dónde se encontraba el cuerpo del piloto. No podían creerlo cuando me acerqué a informarles que era yo quien iba manejando. Estaba ileso.
Repitieron las palabras de mi tío. Usted debería estar muerto. Aunque ellos no me gritaron como lo hizo él, aquella tarde en Corozal.
Varios universos paralelos más fueron creados esa mañana.
Rolf y yo nos conocimos a los siete años. Fuimos compañeros de clase. Él siempre fue más ágil, mejor deportista, y bueno para los trancazos. Yo nunca tuve su habilidades, pero era bueno para las matemáticas, las ciencias, y sacaba mejores notas. Los dos éramos bullies. Fuimos cuates, aunque nunca llegamos a ser amigos.
Mis notas me salvaron constantemente el pellejo. Las buenas calificaciones fue lo único que impidió que me expulsaran del colegio. Rolf no corrió con la misma suerte.
La vida nos separó. Cada quien siguió su camino. Las decisiones que tomamos y los pasos que dimos—para bien o para mal— crearon y moldearon nuestra realidad y, al mismo tiempo, nuestros universos paralelos.
Cuarenta años después, las posibilidades de estas realidades alternativas son casi infinitas.
Incalculables.
Rolf está enfermo y yo estoy sano.
No sé si tendremos la oportunidad de despedirnos.
Llevo días pensando en los universos paralelos —en sus infinitas posibilidades— y espero que por lo menos en uno de ellos Rolf goce de buena salud, sea feliz y viva en paz.
Hoy recuerdo con cariño a ese niño de tez oscura, de ojos claros y de cabello rizado. Recuerdo al niño alegre que conocí a los siete años, y que en secreto envidié porque era mucho más talentoso que yo.
Ese niño merece ser feliz y estar en paz.
Aunque no sea en este universo.