El Niño

Esta Semana Santa me ofrecieron cargar en el turno de honor de la procesión del Santo Entierro.

Decliné.

Mi relación con la iglesia y la religión católica ha sido, a lo largo de mi vida, complicada.

Empecé a desilusionarme justo después de la primera comunión.

Crecí en un hogar católico. Casi todos los domingos íbamos con mi madre a una pequeña iglesia cerca de donde vivíamos. Sabía de memoria la misa completa. Recuerdo la emoción que sentía antes de comulgar. No entendía cómo —después de recibir la hostia— los adultos caminaban de vuelta a sus asientos con una expresión seria y solemne en sus rostros. Para mí, cuando el sacerdote colocaba el Cuerpo de Cristo en mis manos extendidas, era un momento de inmensa felicidad. No podía esconder mi sonrisa al regresar a la banca. Las miradas severas de los adultos, como reprochando alguna falta de respeto, no me afectaban.

Luego vinieron las confesiones.

El cura de la iglesia era bastante estricto. Los gravísimos pecados de un niño de 10 años: mentir, tomar sin pagar alguna fruta en la tienda de la colonia, y los pensamientos impuros que por esas épocas empezaban a ocupar espacio en mi cabeza eran —según él— el camino que me llevaría directo al infierno.

Si no cambiaba mi conducta, cuando muriera —en lugar de encontrar paz— iría a ese lugar oscuro reservado para todos los pecadores como yo.

A los diez años descubrí que estaba condenado a arder en el fuego eterno. Nada podía salvarme. De allí nunca lograría salir.

Empezaron las pesadillas.

No tengo memoria de haber visto alguna vez una procesión, y —como este año no salí de la ciudad para Semana Santa— fui invitado a ver la salida de la iglesia de la procesión. La segunda mejor opción, después de cargar.

Accedí.

Durante mi niñez hubo muchas Semanas Santas que me quedé en casa con mis padres. No siempre viajamos para las vacaciones. En la televisión pasaban las películas de Moisés, los Diez Mandamientos y Jesús. Recuerdo la potente voz doblada al español de Dios, y la claridad con la que le hablaba a los profetas.

A mí nunca me habló.

Continué asistiendo, ahora obligado, a misa. Odiaba confesarme casi tanto como detestaba —aún detesto— el sonido que hace el barreno del dentista mientras perfora los dientes para remover las caries.

Mantener el alma limpia era doloroso.

Al salir del confesionario esperaba sentir esa ligereza que muchos describen. Esa liviandad propia de dejar atrás los pecados, ese brillo divino del perdón; pero yo salía cabizbajo, sintiéndome apaleado, regañado, y avergonzado.

Antes de comulgar todos decíamos en voz alta: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra Tuya bastará para sanarme”.

Nunca escuché esa palabra.

Después de comulgar arrastraba los pies hasta tomar de nuevo mi lugar en la banca, al lado de mi madre. Una expresión seria, de solemnidad, ocupaba ahora el lugar que antes le correspondía a mi sonrisa.

Decidimos llegar al centro en bicicleta. Lloviznaba y eso impidió que estuviéramos a tiempo para ver cómo salía la inmensa anda de la iglesia. Había mucha gente, el ambiente era al mismo tiempo alegre y solemne. La multitud era bulliciosa, pero las notas de la marcha fúnebre —como flechas certeras— me llegaron directo al corazón. Tenía la piel eriza. Estaba conmovido.

Mis conflictos con la iglesia, la religión y Dios no mejoraron. Mi mente de niño no logró conciliar que un Dios infinitamente bondadoso condicionara su amor. No podía creer que un Ser que te Amaba —sí, Amar con mayúscula— pudiera hacerte daño.

Poco a poco fui desencantándome de la iglesia, de la religión, de los regaños y del cargo de consciencia que me acompañó de manera permanente durante casi toda mi adolescencia.

Renuncié al catolicismo.

Por un tiempo fui ateo, pero luego nacieron mis hijos; y no sé, algo tienen los niños que lo hacen creer a uno en algo superior, inexplicable, inefable, e Infinito.

Suponer nuevas oportunidades y la existencia de un Amor incondicional.

¿Es eso Dios? No lo sé. Mi inteligencia es limitada, y los sesos no me dan como para poder definir en absolutos asuntos que desconozco. Acepto que hay muchas cosas que no entiendo, y por momentos escojo de manera voluntaria —como me sugirieron hace poco— dejar la superioridad intelectual a un lado, porque en los asuntos espirituales la mente a veces estorba.

Al lado de donde estacionamos las bicicletas estaba una señora vendiendo chucherías. Un niño la acompañaba. La piel de la mujer estaba tostada por tantas horas que habrá pasado bajo el sol. El niño lloraba. Frente a nosotros la procesión transitaba en cámara lenta, y la vibración de los tambores hacían mis huesos temblar. La mujer, desesperada por el llanto del niño, poco a poco perdía la paciencia. Luego, justo cuando pensé que le daría una bofetada al muchachito, con dulzura envolvió un pan con una servilleta y se lo dio. El niño dejó de llorar, y la mujer le acarició con cariño el cabello. El Cristo, ya muerto, yacía inmóvil. Su expresión me conmovió. Arreció la llovizna y me di permiso para que se me escapara una lágrima, esperando que de inmediato se mezclara con las gotas de lluvia y que nadie lo notara.

Tomamos las bicicletas y seguimos nuestro camino.

La procesión y, con ella, mi oportunidad de cargar había pasado.